Llevo un mes en Yangón y me he enamorado de esta ciudad. Lo primero que me sorprendió fue su verdor, jardines y árboles por todas partes aunque antes de Nargis había muchos más.
Yangón es una mezcla de edificios coloniales en plena decadencia, torres de pisos con fachadas llenas de moho, y algunos, los menos, edificios modernos. Los vendedores de flores de jazmín inundan las calles a primera hora de la mañana y los taxistas no entienden porque los internacionales preferimos dar ir al trabajo caminando.
El centro de la ciudad es una maraña de calles bulliciosas. Una pagoda budista, una mezquita musulmana, un templo hindú y una iglesia protestante conviven a escasos metros unas de otras. En cada esquina una improvisada tetería con pequeñas mesitas y sillas de plástico, una televisión que congrega al vecindario. Té con leche condensada y churros para desayunar.
Explorar la ciudad es toda una aventura llena de sorpresas. El barrio chino con sus tenderetes y el mercado hindú con su olor a especias. Los puestos de comida y fruta fresca inundan las calles de color. Las aceras con sus enormes socavones convierten el paseo en una carrera de obstáculos. El mercado de Bogoke con sus cientos de puestos vendiendo artesanía, marionetas y los tradicionales longis.
Por las noches los edificios más viejos con sus grandes ventanales dejan ver a las familias en su interior. La normalidad parece haber regresado a Yangón tras el ciclón, aunque aquí también cada familia tiene su historia sobre Nargis.
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